En las palabras de Gandhi, “Olvidar cómo excavar y cuidar de la tierra es olvidarnos de nosotros mismos” encontramos una permanente invitación para conectarnos con la tierra. Para millones de agricultores, no es solo un oficio, sino una forma de vida tejida en el alma de la humanidad. Es que trabajar la tierra es tan humano como amar, soñar o filosofar. Hoy esa forma de vida está en peligro, y con ello el fundamento mismo de nuestra civilización. La agricultura es atacada por políticas miopes que amenazan con llevarnos a un mundo sin pan y sin futuro.
La Revolución Neolítica, que transformó a nómadas cazadores/recolectores en agricultores sedentarios, no fue solo un avance técnico; fue una revolución social que cambió el destino de la especie humana. La narrativa tradicional sostiene que la agricultura se impuso porque era simplemente una forma más fácil de ganarse la vida. Sin embargo, la investigación de Samuel Bowles, del Instituto Santa Fe (PNAS, 2013), parece desmontar este mito. Utilizando datos arqueológicos y etnográficos, Bowles calculó que los primeros agricultores trabajaban mucho más por menos calorías que sus homólogos cazadores/recolectores. Además, eran más pequeños, menos saludables y vivían vidas mucho más duras y cortas. Entonces, ¿por qué eligieron el arado?
La respuesta parece no residir en la tecnología, sino en una innovación social radical: los derechos de propiedad. Los cazadores/recolectores compartían todo; una estrategia lógica para una vida móvil y con escasez de recursos. La agricultura, en cambio, exigía inversión: limpiar la tierra, sembrar semillas, cuidar los cultivos y el ganado. ¿Para qué trabajar si la cosecha se repartía entre el grupo? Bowles argumenta que la agricultura y los derechos de propiedad evolucionaron juntos.
Los primeros agricultores reclamaron sus cultivos y rebaños como propios, delimitando y defendiendo los productos de su esfuerzo. Este sentido de posesión no solo hizo viable la agricultura; estimuló la aparición de aldeas, ciudades y civilizaciones. Sin propiedad, no habría agricultura. Sin agricultura, no habría humanidad como la conocemos.
Avancemos en ‘fast forward’ ocho mil años. En 2022, en Países Bajos hubo protestas masivas cuando el gobierno, cediendo a los mandatos de la UE para «proteger la naturaleza», exigió una reducción del 50% en generación de compuestos de nitrógeno hacia 2030. Menos ganado, menos estiércol, menos nitrógeno. Los ganaderos, cuyos 1.6 millones de vacas lecheras producen insumos para los icónicos quesos Gouda y Edam, eran los perjudicados. El plan del gobierno: reducir drásticamente el tamaño de los rebaños o cerrar las granjas por completo, ofreciendo miles de millones de euros en adquisiciones o compensaciones.
En toda Europa, Canadá y otros países, los agricultores se enfrentan a ataques similares bajo la falsa bandera del ambientalismo. En Irlanda, se propone el sacrificio de ganado para cumplir con los objetivos climáticos. En Canadá, los límites a los fertilizantes amenazan la producción de cereales. La retórica es seductora: salvar el planeta, reducir las emisiones, adoptar la “sostenibilidad”. Pero la realidad es cruel. Los agricultores, que alimentan a casi 8,500 millones de personas, son vilipendiados mientras otras industrias más contaminantes apenas son tocadas. ¿Por qué? Porque los agricultores son políticamente vulnerables; son rurales, tradicionales, y políticamente inconvenientes en un mundo urbanizado obsesionado con el dogma verde.
Los pseudo ambientalistas defienden la «renaturalización» y demonizan la agricultura como un pecado contra la Pachamama, ignorando que la agricultura es el pacto más antiguo y exitoso de la humanidad con la naturaleza. Sin ella, el mundo estaría estancado en unos 10 millones de cazadores/recolectores. La agricultura, posibilitada por los derechos de propiedad, no solo nos alimentó sino construyó todo, desde las pirámides hasta internet. No obstante, hoy en día hay gobiernos que erosionan esos derechos, confiscando tierras o regulando a los agricultores hasta el cansancio, todo mientras predican la sostenibilidad. ¿Quién decide qué actividades sobreviven? Los burócratas y los eco activistas, no quienes mejor conocen el suelo.
Esto no es progreso, es retroceso. Despojar a los agricultores de sus derechos de propiedad supone desmantelar el incentivo para cultivar. Sin agricultores la seguridad alimentaria se derrumba, los precios se disparan y las élites urbanas que aplauden estas políticas serán las primeras en entrar en pánico cuando se vacíen los estantes de los supermercados. Las protestas neerlandesas de 2022 fueron una advertencia; los cierres de granjas de 2025 son una llamada de atención.
Si permitimos que se erosione el derecho de propiedad, la piedra angular de la civilización, corremos el riesgo de que nadie se atreva a plantar una sola semilla. Entonces, ¿cuál es la alternativa? Reconocer a los agricultores como guardianes de la naturaleza, no como villanos. Invertir en tecnología y agricultura moderna: captura de metano, fertilizantes de precisión, etc. Respetar el derecho de propiedad como motor del progreso humano y no verlo como un asalto. Cuestionar la narrativa del pseudo ambientalismo que enfrenta la humanidad con la naturaleza.
Gandhi tenía razón: olvidar la tierra es olvidarnos de nosotros mismos. Si permitimos que se pisoteen los derechos de los agricultores, no solo los traicionamos sino traicionamos la historia de la humanidad. ¿Defenderemos la tierra y a quienes la trabajan, o permitiremos que los fanáticos nos arrastren de vuelta a un mundo sin agricultores? La decisión es nuestra, la historia no perdonará.
(*) Biуlogo Molecular de Plantas y Profesor de la Universidad Peruana Cayetano Heredia
(**) Biуlogo Molecular y Congresista de la Repъblica