La Semana Santa, una de las celebraciones religiosas más importantes del calendario cristiano, tiene raíces mucho más profundas de lo que muchos imaginan, desde la antigua Roma. La historia de la Semana Santa comienza oficialmente en el siglo IV, cuando el emperador Constantino legalizó el cristianismo mediante el Edicto de Milán (313 d.C.). Fue en el Concilio de Nicea (325 d.C.) donde se estableció la fecha móvil de la Pascua, coincidiendo con el primer domingo después de la primera luna llena tras el equinoccio de primavera en el hemisferio norte. Durante siglos, estas celebraciones evolucionaron en Europa, especialmente en España, desarrollando rituales, procesiones y tradiciones que luego serían parte de la Nueva España. «La Semana Santa fue introducida en el Perú durante el virreinato como parte del proceso de evangelización y la imposición del calendario de celebraciones y fiestas religiosas», explican los historiadores. Los conquistadores españoles, en su misión de convertir a los indígenas, trajeron consigo estas prácticas católicas como herramienta de dominación cultural y religiosa. Las órdenes religiosas como dominicos, franciscanos y jesuitas fueron instrumentales en la instauración de estas celebraciones. En ciudades como Lima, Cusco y Ayacucho, establecieron hermandades y cofradías que organizaban las procesiones, adaptándolo gradualmente al contexto local. El virreinato impuso estrictas regulaciones durante la Semana Santa. Se prohibía el comercio, los espectáculos públicos, montar a caballo e incluso vestir prendas coloridas. Las autoridades eclesiásticas organizaban elaboradas procesiones donde participaban tanto españoles como indígenas, aunque con claras distinciones sociales. Lo fascinante es cómo estas celebraciones impuestas fueron gradualmente apropiadas por la población indígena, criolla y mestiza, incorporando elementos autóctonos. Los andinos, por ejemplo, reinterpretaron las procesiones católicas desde su propia cosmovisión, viendo en ellas paralelos con sus antiguas ceremonias de fertilidad y renovación. Ninguna ciudad peruana ha conservado y enriquecido estas tradiciones virreinales como Ayacucho. Durante diez días consecutivos, se realizan más de 15 procesiones que siguen patrones establecidos hace siglos. Los ayacuchanos mantienen vivas tradiciones como el «Domingo de Ramos», con palmas tejidas artesanalmente, o el impresionante «Encuentro» del Viernes Santo. A pesar de los cambios sociales y la modernización, la Semana Santa peruana mantiene la esencia de aquellas celebraciones virreinales. Las familias siguen preparando platos tradicionales sin carne, consumiendo solo pescado, visitando las siete iglesias el Jueves Santo o participando en las procesiones con la misma devoción que nuestros antepasados. El Perú, país de diversidad cultural, expresa la Semana Santa con un fascinante mosaico de tradiciones regionales: En Iquitos, la ciudad amazónica del Perú, celebra la Semana Santa con la procesión del «Señor del Santo Sepulcro». Uno de sus rituales del viacrucis realizado en botes sobre las aguas del río Itaya, que conecta a las comunidades cercanas en un acto de profunda fe y devoción. En Tarma, la «Ciudad de las Flores», los pobladores elaboran impresionantes alfombras florales que adornan las calles por donde pasará la procesión del Santísimo Sacramento. En Arequipa, destaca la procesión del Señor del Gran Poder. En Piura, la tradición manda preparar los «siete potajes», mientras que en Cajamarca se representa vívidamente el Vía Crucis con actores locales en un escenario natural. En Huancavelica, se realiza el «Yawar Fiesta», una mezcla de elementos andinos y católicos. Lo que comenzó como una celebración impuesta durante el periodo colonial se ha transformado en una expresión auténtica de la identidad peruana, donde lo europeo y lo andino han construido un tapiz cultural que sigue fascinando tanto a locales como a visitantes. Dios sea con todos nosotros. Gracias por leerme.
(*) Abogada Constitucionalista