Entre la identidad y la falta por Roberto Lerner

En el debate sobre el autismo —y, en realidad, sobre casi toda diferencia humana significativa— hay dos perspectivas que parecen atrapadas en un tira y afloja sin tregua: una lo ve como déficit, la otra como identidad. Y mientras en un caso se trata de ayuda, en el otro de aceptación. El problema es que, muchas veces, no se asumen como complementarias sino como alternativas e incompatibles.

La visión deficitaria parte de un modelo médico, clínico, que identifica síntomas, disfunciones, desórdenes. Desde ahí, el autismo es una condición del neurodesarrollo que requiere diagnóstico, intervención y tratamiento. Esta perspectiva está orientada al alivio del sufrimiento, a la inclusión funcional, a mejorar la calidad de vida de personas que, en muchos casos, enfrentan enormes desafíos cotidianos. Es la mirada que permite, por ejemplo, que un niño no verbal acceda a sistemas compensatorios de comunicación o que una persona reciba medicación 
psicotrópica.  

Pero también es la misma mirada que, si se absolutiza, reduce al individuo a su etiqueta, ignora su subjetividad, y puede derivar en intentos de “normalización” forzada.

Del otro lado está la visión identitaria, que no niega las dificultades, pero las enmarca en un paradigma de diversidad. Desde ahí, el autismo no es un error biológico, sino una variación. Una forma distinta, no defectuosa, de estar en el mundo. Esta mirada reivindica la voz de las personas autistas, especialmente de aquellas que durante años fueron silenciadas o infantilizadas. Gracias a ella, el discurso ha cambiado: ahora se habla de “neurodivergencia”, de “neurodiversidad”, y de inclusión, no como tolerancia condescendiente, sino como reconocimiento pleno.  

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Pero llevada al extremo, esta postura también tiene su riesgo: puede negar el sufrimiento real de quienes necesitan ayuda y dejar fuera del relato a quienes no pueden —o no quieren— definirse en términos identitarios.

El autismo es solo un ejemplo. El mismo dilema recorre la salud mental en general. ¿Condiciones que hay que tratar o identidades que hay que respetar? ¿Deficiencia que limita o diferencia que enriquece?

Tal vez la solución no esté en elegir una orilla, sino en aprender a habitar el puente. Acompañar sin patologizar, respetar sin idealizar. Y recordar que, a veces, lo que alguien necesita no es una etiqueta, sino una mano.