Durante décadas, los microplásticos —fragmentos de plástico menores a 5 milímetros— se han acumulado silenciosamente en el medio ambiente. Hoy, estudios científicos demuestran que estas diminutas partículas no solo contaminan los océanos, sino que han empezado a infiltrarse en el cuerpo humano, generando preocupación entre científicos y médicos por sus posibles efectos en la salud.
Investigaciones recientes revelan que los microplásticos están presentes en el aire que respiramos, el agua que bebemos y los alimentos que consumimos, especialmente productos marinos. Un estudio de la Universidad Médica de Viena encontró que estas partículas se detectan en las heces humanas, lo que confirma su paso por el sistema digestivo y su ingreso a nuestro organismo a través de vías cotidianas (Schwabl et al., 2018).
Más alarmante aún es el hallazgo de microplásticos en la sangre humana. En 2022, científicos neerlandeses publicaron en Environment International que detectaron microplásticos en el 80% de las muestras sanguíneas analizadas, lo que sugiere que estas partículas pueden viajar por el cuerpo y alojarse en órganos vitales (Leslie et al., 2022). Esta circulación sistémica representa una nueva dimensión del problema.
Los potenciales efectos en la salud aún están siendo evaluados, pero los primeros indicios son preocupantes. Estudios en animales de laboratorio muestran que los microplásticos pueden causar inflamación, estrés oxidativo y alteraciones celulares. Si bien extrapolar estos efectos al ser humano requiere cautela, los expertos temen que puedan interferir en funciones inmunológicas, hormonales e incluso reproductivas (Wright & Kelly, 2017).
Además, los microplásticos actúan como vectores de sustancias químicas tóxicas. Absorben contaminantes del entorno, como metales pesados y compuestos orgánicos persistentes, y pueden liberarlos dentro del cuerpo. Esto podría amplificar su toxicidad y contribuir a enfermedades crónicas como el cáncer, trastornos neurológicos o disfunciones endocrinas, según advierte la Organización Mundial de la Salud (OMS, 2019).
Otro aspecto preocupante es su acumulación en la placenta humana, como lo evidenció un estudio italiano publicado en Environment International (Ragusa et al., 2021). Se hallaron partículas microplásticas en placentas de mujeres sanas, lo que plantea interrogantes sobre los efectos en el desarrollo fetal y la salud de los recién nacidos.
En un artículo previo, investigadores de la Universidad de Nuevo México encontraron una alarmante acumulación de microplásticos en el cerebro humano con efectos potencialmente peligrosos para la salud y la agudeza mental de las personas. Los científicos también examinaron los cerebros de 12 pacientes fallecidos diagnosticados con demencia y descubrieron que tenían entre tres y cinco veces más microplásticos que los cerebros normales.
Frente a este panorama, los científicos llaman a establecer límites seguros y regulaciones globales sobre el uso del plástico, así como a profundizar en la investigación sobre sus efectos a largo plazo. También instan a la ciudadanía a reducir su exposición mediante hábitos de consumo responsable, como evitar plásticos de un solo uso, preferir alimentos frescos y filtrar el agua del grifo.
El problema de los microplásticos no es solo ambiental, sino profundamente humano. Su presencia en nuestro cuerpo pone de manifiesto una urgencia: repensar la forma en que producimos, consumimos y desechamos el plástico. Como advirtió la bióloga británica Alice Horton, “ya no se trata de si estamos expuestos a microplásticos, sino de cuánto estamos absorbiendo y cómo afecta eso a nuestra salud”.