Dependemos de la Tierra, no al contrario.

Era 1969, y aunque Estados Unidos conquistaba la luna, dejaba la escoba en la Tierra: un derrame de petróleo en Santa Bárbara encendió las alarmas y la protesta ambiental. Debido a esto, un senador organizó una movilización y eligió el 22 de abril de 1970 como el día de la Tierra (los universitarios estaban de vacaciones). Fue un éxito: 20 millones de personas salieron a las calles, nació la EPA y así inició la institucionalidad ambiental moderna.

50 años después, el país que lideró el cambio decidió salirse del Acuerdo de París, prohibió abordar el cambio climático a sus estados al tiempo que revive -contra toda la evidencia económica- la generación a carbón.

Claramente, parte del mundo conservador ve la sostenibilidad como una amenaza ideológica. En América Latina muchos perciben las normas ambientales como exigencias externas, acordadas en salas con aire acondicionado por iluminados en Europa, lejanas a la realidad de los territorios. Y no les falta razón. Como dijo Roger Scruton, “solo cuidamos lo que sentimos como propio”. El paisaje, la memoria, el terruño: eso moviliza y lleva a las personas a conservar, a proteger.

Y hoy proteger es urgente. El 76% del territorio chileno muestra signos de erosión (Ciren-Conaf, 2014). El 70% del agua dulce del país se destina a la agricultura (DGA, 2023). Entre la IV y la X Región, más del 80% de las comunas enfrenta algún nivel de estrés hídrico (DGA, 2023). Estos son datos que muestran una realidad (no una abstracción sin fronteras): son cuencas sobreexplotadas, con deforestación rampante, agricultura intensiva y expansión urbana desordenada. Todo eso tiene responsables, coordenadas y consecuencias.

Nuestra forma de vida depende directamente de los mismos sistemas naturales que hoy enfrentan un deterioro acelerado. Ecosistemas como glaciares, bosques y humedales no son un lujito ecológico, sino infraestructuras naturales que proveen de valiosísimos servicios para nuestra economía.

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La agroindustria, que aporta cerca del 4% del PIB y genera más de 360 mil empleos directos en el país enfrenta crecientes riesgos y costos por eventos climáticos extremos, escasez hídrica y otros desafíos. Y está lejos de ser la única. Según estimaciones de expertos, solo mantener el suministro de agua potable para Santiago requiere de inversiones por cerca de US$ 1.000 millones durante esta década. El costo de no cuidar se expresa, cada vez más, en riesgos operativos concretos, aumentos de costos y pérdida de resiliencia económica.

Adicionalmente, no podemos perder de vista que Chile tiene un rol estratégico en el nuevo orden económico: proveer minerales clave para la transición energética -cobre, litio y tierras raras- y alimentos sostenibles a un mundo que sumará 9 mil millones de personas en los próximos 25 años (ONU, 2022).

Pero nada de eso será viable si no cuidamos lo que lo hace posible: nuestro país, nuestra tierra. Ese rol es también nuestra única vía para generar oportunidades reales, permitirnos vivir con dignidad, formar familia y proyectar futuro. No hay sostenibilidad sin prosperidad. No hay prosperidad sin crecimiento. Y no hay crecimiento sin territorios sanos.

Por eso, este Mes de la Tierra es buen momento para que recordemos lo esencial: Chile es nuestra casa. La que heredamos. La que habitamos. La que debemos dejar, íntegra, a quienes vienen. No nos engañemos: dependemos de la Tierra, no al revés.

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