Jaime Bedoya: Opinión: Un champán eterno

La vastedad del rango intelectual de Mario Vargas Llosa abarca una gama múltiple de disciplinas, sobresaliendo en ellas con excelencia reconocida universalmente. En su vocación primera, la escritura, creó una literatura por sí sola. Literariamente, lo vargasllosiano ya es categoría y canon, y por una osmosis virtuosa no siempre bien agradecida es también gloria peruana vigente en un país cuya mejor versión sigue estando en el pasado.

Dentro de esta influencia cultural amplia y brillante acaso hay una incursión conflictuada con la idiosincrasia nacional por la que el nobel peruano no ha sido debidamente reconocido. Si bien sería atendible considerar aquella cuestión como un arte menor, al mismo tiempo su presencia es tan influyente en todo lo concerniente a lo peruano que amerita una segunda mirada. Esa aproximación tiene que ver con desentrañar y abrazar con valiente aceptación una materia que es una de las principales contribuciones del Perú a la experiencia universal: la huachafería.

En un célebre artículo de 1983 apropiadamente intitulado “Un champancito, hermanito”, Vargas Llosa limpia, fija y da esplendor a un peruanismo que puede tener sucedáneos, pero jamás traducción fiel a su esencia. La huachafería o es peruana o no es. Todo lo demás es solamente cursi.

Dice Vargas Llosa en dicho texto que nuestra huachafería es, además de una visión del mundo, una praxis. Su curvo marco teórico supone inversamente una ejecución disciplinada de principios, entre los cuales destaca su aspecto medular: cultivar la pretensión de ser algo que no se es. Esta simulación se desborda en giros y requiebres desesperados en donde lo elíptico le gana a lo directo y el exceso derrota a lo sobrio, dando lugar al frondoso florecimiento de lo huachafo.

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Sostiene el autor que lo huachafo es transversal y democrático, lo que explica que tanto el indigenismo paternalista como el hispanismo acomplejado — extremos que se juntan, especialmente en elecciones donde participe Keiko Fujimori— sean generosos en huachafería espontánea. El único espacio inmune a su influencia por su poco contacto con la impronta urbana es el campo, donde la naturaleza diluye la idiotez humana.

Sostenía Vargas Llosa que el verbo engolado y circular del político, maquiavélicamente huachafo, erotiza a las masas; tesis que amargamente le tocara constatar luego en una incursión política que le sancionara el ser frontal y directo al cometer el pecado político de profesar la honestidad intelectual. Entre las palabras que calificaba de huachafas incluía una que brota espontáneamente de nuestros congresistas tres veces por semana: aperturar.

Según Estuardo Núñez le contara a Martha Hildebrandt, el vocablo huachafo habría llegado al Perú cerca a 1890. Entonces se mudó al barrio de Santa Catalina un colombiano venido a menos con hijas necesitadas de matrimonio por conveniencia, para lo cual realizaba bulliciosas fiestas en busca de pretendientes. En Colombia existe una palabra para referirse a ese tipo de reuniones escandalosas: se les llama guachafitas. Maliciosamente limeñizado el tema, huachafas eran aquellas personas que querían ser lo que no eran.

Una cosa es lo cursi, taxonomía superficial referida al mal gusto, pero lo huachafo abarca hondura existencial. Penetra en las complejidades que suponen los verbos ser y estar. El huachafo no solo es espiritualmente huachafo, sino que está en estado de huachafería tanto en sus características permanentes como temporales.

No hay más patético ejemplo del alcance de nuestra huachafería que lo sucedido periféricamente a raíz de la partida de Vargas Llosa. Si bien el sentimiento de congoja y luto ha sido mayoritario, ha existido también una reacción huachafa al respecto. Fue la de aquellos que durante años se dedicaron a denostarlo, a juzgarlo y a condenarlo ideológicamente, pero que ahora se rasgan la camisa para presentarse como cercanísimos entenados en el afán de servirse de la luz del talento ajeno. Igualmente, aquellos aduladores crónicos que circunnavegaban alrededor suyo cuando les era funcional, ahora desaparecen poniéndose a salvo de una idiota sanción ideológica. Estos andinistas de solapas encarnan la huachafería en su variante más despreciable: la de la apariencia según conveniencia.

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Al resto de nosotros, huachafos con principios, solo nos queda refugiarnos en la sincera gratitud hacia quien estructuró en palabras un país que parece condenado a la ausencia de estructura. Con Vargas Llosa termina un país imaginable y se consolida la república corrupta, ventajista y ágrafa. Es oportuno el homenaje en el código propio de nuestra mejor huachafería, la afectuosa. Como diría César Acuña, antes de hablar quisiera decir unas palabras:

La peruanidad es un encantado tapiz multicolor, un crisol caleidoscópico donde se funden, como fuegos artificiales en un cielo de medianoche, las más disímiles y entrañables experiencias del alma. En ese torbellino de identidades vibrantes y memorias palpitantes deambulamos desconcertados aunque arrebatadoramente auténticos, desbordando promesas infinitas que flotan irresolutas en el éter.

Le rendimos gratitud, ese suspiro dorado del corazón, al orfebre de las palabras y traductor de nuestras más recónditas esencias, por haber osado —con pluma de fuego y verbo iluminado— abrir el baúl polvoriento donde dormía, entre encajes marchitos y aromas de colonia ordinaria, ese secreto tan nuestro y tan negado: la huachafería. Virtud culposa, pero dulcísima; mezcla sublime de ternura desbordada y afectación sin freno, y en donde, entre rubores y risas, nos descubrimos más peruanos que nunca.

Descanse en paz, maestro.

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