La geopolítica del Vaticano: una monarquía absoluta.

El Vaticano es una de las pocas monarquías absolutas electivas que aún existen. Al caminar por este microestado se percibe una energía mística, un lugar lleno de fe, pero también de misterio e intriga. La historia del Vaticano, un enclave dentro de la eterna Roma es relativamente reciente: su estatus fue reconocido en 1929 por Benito Mussolini, el dictador fascista, junto al rey italiano Víctor Manuel III. Este pequeño país cuenta con una superficie de 44 hectáreas y alrededor de 800 habitantes permanentes. Sus monasterios y calles son mudos testigos de buena parte de la historia de la humanidad, y sus leyendas de corte policial ya forman parte del anecdotario de la fantasía y misterio.

Pero también es el centro del mundo católico. Con más de 1.400 millones de fieles, representa la religión organizada de mayor envergadura, con un peso específico en el complejo tablero de ajedrez que es la geopolítica mundial. Este diminuto Estado posee un discreto, pero eficaz, “servicio de inteligencia” no declarado, comparable con la CIA de los Estados Unidos, el Mossad israelí o el MI6 del Reino Unido. Allí donde un Estado no llega, está la Iglesia Católica, con una capilla, parroquia o iglesia, y con ello un cura con los ojos y oídos muy afinados. A nivel internacional, el Vaticano posee embajadas en casi todos los países del planeta, superando incluso a las grandes potencias.

Su importante capacidad negociadora y una espléndida diplomacia, reconocida por todos, han sido claves en la resolución de diversos conflictos. Solo en lo que va del siglo XXI, intervino en dos episodios muy mediáticos en nuestro continente: actuó como mediador en las conversaciones para restablecer relaciones diplomáticas entre Cuba y los Estados Unidos, logrando la reapertura de sus servicios consulares, y participó activamente en la firma del acuerdo de paz entre las FARC y el gobierno colombiano.

LEAR  ¿El primer candidato para Juego del Año?

La muerte del papa Francisco abre nuevamente el debate sobre la sucesión al trono de San Pedro. El próximo cónclave (bajo llave) reaviva el enfrentamiento entre progresistas y conservadores, tan vigente en este siglo XXI. Como es lógico, se inicia un proceso en el que 135 cardenales electores habilitados menores de 80 años deberán elegir al nuevo Sumo Pontífice y poner fin al periodo de “sede vacante”. Tener influencia sobre el líder de la religión organizada más importante del mundo es un bocado difícil de dejar pasar. Donald Trump ya sugirió que el cardenal Raymond Burke, de línea conservadora, sería un excelente papa. Las redes sociales, al unísono, se decantan por el cardenal Robert Sarah, de Guinea, conocedor de la persecución de cristianos en su continente, donde el islam es el villano.

Los progresistas o reformistas, por su parte, divide su predilección entre el cardenal Matteo Zuppi y el cardenal Luis Antonio Tagle, cuyas motivaciones giran en torno a la Agenda 2030, la religión climática y el modernismo. Finalmente, aparece la figura del actual secretario de Estado, Pietro Parolin, responsable del controvertido acuerdo con China que restableció relaciones con la potencia asiática, otorgando al Partido Comunista la facultad de nombrar obispos e introducir la ideología comunista en el catecismo. Una verdadera locura.

(*) Analista internacional

Deja un comentario