El futuro no está por llegar; ya está aquí, como mencionó Julio Rojas en su libro El Fin del Futuro. Lo que antes considerábamos ciencia ficción, como máquinas pensantes, decisiones automatizadas y cuerpos aumentados, se ha convertido en nuestra realidad cotidiana a una velocidad vertiginosa.
Estamos frente a una transformación civilizatoria, donde la inteligencia artificial (IA) actúa como la nueva arquitectura invisible detrás de nuestras decisiones, emociones y formas de convivencia, redefiniendo la naturaleza misma de la interacción humana.
Por ejemplo, los autos autónomos representan la integración de tecnologías avanzadas y nuestras capacidades biológicas, lo que Julio Rojas llama “tecnosomas”. Esta convergencia tecnológica incrementa el potencial y la extensión de nuestra movilidad y autonomía.
En Chile, ocurren en promedio cuatro muertes al día en accidentes de tránsito, principalmente por imprudencia del conductor. La conducción asistida promete reducir esta tragedia, ya que la IA no se duerme, no se distrae y no se emborracha. Sin embargo, surgen dilemas éticos, como el “dilema del tranvía”, que plantea quién salvar en situaciones extremas. ¿Deberíamos programar la IA con ética utilitarista o kantiana? ¿Quién toma estas decisiones y deben ser transparentes para el consumidor?
En cuanto a la responsabilidad civil y penal, ¿quién debería asumirla en caso de accidentes con vehículos autónomos? Las empresas líderes en esta industria buscan programar la IA de manera que garantice seguridad tanto a pasajeros como a peatones, y que sea aceptable para la sociedad.
En Chile, ya convivimos con chatbots en servicios públicos, sistemas predictivos en salud y diversas iniciativas para modernizar el Estado. La IA está transformando nuestras instituciones para hacer la gestión pública más ágil y eficiente.
No es suficiente que la tecnología funcione; cada algoritmo no solo automatiza acciones, sino también valores. El debate actual necesita analizar la complejidad de la transformación que estamos experimentando. En estos tiempos, quizás lo más disruptivo sea detenernos a conversar sobre los consensos normativos y éticos necesarios para una integración responsable de la inteligencia artificial en el espacio público. La conversación sigue siendo la tecnología social más avanzada.