La muerte es un hecho natural, es parte del ciclo de la vida, no obstante, aun sabiéndolo, nadie escapa al sentimiento de dolor, de tristeza profunda por la pérdida de un ser querido, sobre todo los integrantes del grupo familiar.
El 13 de abril el paso a la vida eterna de uno de los hijos más ilustres del Perú, don Mario Vargas Llosa, a los 89 años, conmocionó no solo a sus connacionales, empezando por sus deudos y amigos, sino también, diría sin exagerar, al mundo entero, especialmente del ámbito de la literatura, de todos los países y lenguas, incluidos jefes de Estado, reyes, demás altos dignatarios y personalidades de talla mundial, llegaron frases de exaltación, cada cual más entrañable que la otra, a la memoria del escritor, intelectual y analista político, considerado como patrimonio universal de las letras.
En cuanto a mí, como millones de personas, también experimenté el duelo por la muerte del nobel de literatura; tuve en el pasado la bendición de conversar vía telefónica con él, en dos oportunidades, a los días de mi designación como presidenta del Consejo de Ministros, en julio de 2014 y horas después de mi censura por el Congreso de la República, el 31 de marzo de 2015, asumiendo la responsabilidad política por el entonces presidente del Perú Ollanta Humala, por un tema de acopio de información pública de ciudadanos peruanos por parte de la DINI que despachaba directamente con el jefe del Estado.
En la primera llamada, a mi pedido de un consejo de su parte, una figura de talla mundial, me supo decir una frase que se me quedó grabada, “no permita corrupción”. En la segunda, tuvo palabras de solidaridad y de inmerecido aprecio por los meses de gestión en la PCM, que fueron en ese momento para mí y sobre todo mi familia, un bálsamo al corazón, lo más cercano a la paz de un arroyo, en medio de la tormenta política, invaluable gesto que plasmara en una carta que me autorizó hacerla pública.
Ciertamente, la grandeza del “peruano más universal que hemos tenido”, en palabras del periodista Augusto Álvarez Rodrich, fue y será, porque ha pasado ya a la inmortalidad, directamente proporcional a su nobleza y sencillez, como lo fueron también sus honras fúnebres, en la intimidad y reserva de su familia y amigos más cercanos, sin la pompa que tamaño personaje merecía, lo que hace más grande aún su figura. No obstante, en su despedida, en el calor de su hogar en Lima, recibiendo el respeto de sus seres queridos, no faltó la música de otro grande, el compositor y director de orquesta austriaco Gustav Mahler, uno de sus favoritos. ¡Gracias eternas y hasta siempre, don Mario!